¿QUÉ ES EL COMPLEJO DE EDIPO?

«Hay algo más triste que envejecer, y es seguir siendo niño» (Cesare Pavese).

Edipo

Introducción

El Complejo de Edipo ejerce una función esencial en la estructuración del

psiquismo humano. Su importancia es fundamental para la ordenación del

deseo, y las vicisitudes de su resolución determinarán los diferentes grados de

salud o enfermedad mental. El Complejo de Edipo es un concepto fundamental

en la teoría psicoanalítica, un concepto nuclear en torno al cual se articularán

muchas y variadas nociones. Un concepto complejo, puesto que enlaza

conocimientos amplios y heterogéneos.

A pesar, sin embargo, de que la expresión «Complejo de Edipo» no aparece en

la obra de Freud hasta el año 1910, en un trabajo titulado Sobre un tipo

particular de elección de objeto en el hombre, el descubrimiento del mismo se

produce en la escritura, diez años antes, de la obra La Interpretación de los

sueños. Obra que, no conviene pasar por alto, constituye, y de ahí su interés

capital, un intento de generalización del funcionamiento del aparato psíquico,

equiparando el mecanismo de los sueños con el de los síntomas. En esa

época, el doctor Sigmund Freud, denostado y marginado de la comunidad

médica, comenzó un proceso de autoanálisis, unos meses después del

fallecimiento de su padre, que le llevaría al reconocimiento de una intensa vida

afectiva en el interior de todos los sujetos. Desarrollo que llevó a cabo, tal vez

con el único apoyo científico del momento, el del médico y biólogo berlinés

Wilhelm Fliess.

Definición

Para referirnos a la serie de relaciones afectivas que el niño mantiene, en

buena medida de forma inconsciente, con las figuras parentales recurrimos al

concepto denominado Complejo de Edipo. Complejo de Edipo que, en el

Diccionario de Psicoanálisis de los prestigiosos especialistas Jean Laplanche,

Jean-Bertrand Pontalis y Daniel Lagache, se define como el conjunto

organizado de deseos amorosos y hostiles que el niño experimenta respecto a

sus padres, representándose en su forma llamada positiva como la historia de

Edipo Rey: deseo de muerte del rival, que es el personaje del mismo sexo, y

deseo sexual hacia el personaje del sexo opuesto. Existe, sin embargo, otra

forma negativa que se presenta a la inversa: amor hacia el progenitor del

mismo sexo y odio y celos hacia el progenitor del sexo opuesto. Aunque, en

realidad, ambas formas se encuentran en diferentes grados en la forma

completa del mismo.

El mito de Edipo

Layo tuvo miedo. Queriendo evitar semejante destino, en cuanto nació Edipo,

encargó a uno de sus súbditos que matara al niño. Orden que no fue cumplida.

Y fue así como, faltando a su lealtad al rey, el súbdito se apiadó de la criaturita

y en vez de matarlo únicamente le perforó los pies y le colgó con una correa de

un árbol situado en el monte Citerón. Forbas, un pastor que por allí pasaba,

escuchó los llantos y profundos lamentos del bebé y se lo entregó al rey Pólibo

de Corintio. La esposa de Pólibo, Peribea, acogió con entusiasmo al pequeñín,

adoptándolo y cuidándole con cariño en su casa.

Edipo fue creciendo sano y querido por todos. Al llegar a la adolescencia,

sospechando que no era hijo de sus supuestos padres, le preguntó a su madre

si era adoptado, a lo cual Peribea, mintiendo, le dijo que no. Edipo, no

quedando convencido con la respuesta fue a consultar al Oráculo de Delfos.

Este, en lugar de responderle a su pregunta le vaticinó lo siguiente: «matarás a

tu padre y te acostarás con tu madre». Edipo, creyendo que sus padres eran

quienes lo habían criado, decidió no regresar nunca a Corinto para así poder

huir de su destino, emprendiendo camino hacia Tebas. Durante su viaje se

encuentra a Layo, su padre biológico, en una encrucijada de caminos; discuten

por la preferencia de paso y lo mata sin saber quién era. Después se enfrenta a

la Esfinge que atormentaba al reino de Tebas, y también la vence al adivinar

sus acertijos. Creonte, el rey de Tebas, cumple su promesa de dar la mano de

su hermana Yocasta y el trono de Tebas a aquel que consiguiera descifrar el

enigma de la Esfinge, que enfurecida termina por suicidarse lanzándose al

vacío. A Edipo se le considera el salvador de Tebas. Y como premio a su

hazaña es nombrado nuevo rey de Tebas, casándose con la viuda de Layo,

Yocasta, su verdadera madre, con la que tendrá cuatro hijos: Polinices,

Eteocles, Ismene y Antígona. Poco después una terrible peste asola sin

remedio la región. El Oráculo de Delfos avisa de que semejante calamidad solo

desaparecerá cuando se sepa quién fue el asesino de Layo; quien aún no ha

pagado por sus crímenes, contaminando con su presencia la ciudad. Edipo

comienza las averiguaciones para descubrir al culpable. Impulsado por su

empeño en investigar la verdad de lo sucedido, y gracias a la ayuda de

Tiresias, descubre de quién es hijo y que era él mismo el asesino que andaba

buscando. Al conocer Yocasta que Edipo era en realidad su hijo, se suicida

colgándose en el palacio. Edipo, horrorizado y abrumado por la magnitud de la

tragedia, se arrancó los ojos con su espada, creyendo que no sería más digno

de ver la luz. Sus dos hijos le expulsaron de Tebas, desterrándole a Ática

donde vivió de la mendicidad y como un pordiosero, durmiendo en las piedras.

En su viaje le acompaño su hija Antígona quien le facilitaba la tarea de

encontrar alimento y le ofrecía el cariño que requería.

Para designar semejantes situaciones afectivas acaecidas en la infancia, Freud

se apoyó en esta obra maestra de la tradición cultural clásica. Considerada por

el propio Aristóteles la más representativa y perfecta de las tragedias griegas,

donde el mecanismo catártico del final alcanza su mejor clímax. Pieza también

inmejorable que muestra en todo su esplendor la llamada «ironía trágica»,

recurso utilizado por el autor para contrastar la consciencia que el espectador

tiene de los hechos que se relatan frente al desconocimiento o conocimiento

«inconsciente» que el protagonista o el resto de personajes poseen de lo que

sucede.

– Tiresias: Afirmo que tú eres el asesino del hombre acerca del cual estás

investigando (…). Afirmo que tú has estado conviviendo muy vergonzosamente,

sin advertirlo, con los que te son más queridos y que no te das cuenta en qué

punto de desgracia estás.

– Edipo: ¡Maldito seas! ¿No te irás cuanto antes? ¿No te irás de esta casa,

volviendo por dónde has venido?

– Tiresias: No hubiera venido yo, si tú no me hubieras llamado.

Características

Freud se basará en la obra de Sófocles para hacer de Edipo un paradigma

simbólico con el que poder mostrar la generalidad de su descubrimiento. Si

bien son variados y ricos en matices los «jugosos» aspectos que podríamos

resaltar de tan cautivadora tragedia, Freud sobre todo se servirá de ella para

atravesar, lo menos traumáticamente posible, las espinosas cuestiones que

estaba descubriendo en el tratamiento de sus pacientes histéricas. El mito le va

a ir muy bien para cruzar el desierto que le venía encima. Y de él, como ideas

fundamentales, coge tanto el retorno de lo reprimido, en forma de destino

inexorable que conduce a Edipo a cometer, sin saberlo, los dos crímenes

mayores de la humanidad, como el deseo de verdad que hace de él «el

investigador-investigado», según la expresión utilizada por el historiador suizo

Starobinski en el análisis que hace sobre este tema.

Una de las características del Complejo de Edipo es su universalidad, es decir,

que no solo se reduce a la base de la familia conyugal, tradicional, sino que en

su triangulación podemos englobar a las diferentes culturas, por más diversas

que lleguen a ser. O sea, que siempre contaremos con una estructura ternaria

constituida por el niño, su objeto natural (la función madre) y una instancia

prohibitiva (personaje real o institución –la función padre–) que como

representante de la Ley (la Cultura) sancione la interdicción del incesto.

A este respecto el famoso etnólogo francés, Claude Lévi-Strauss, fundador de

la antropología estructural, en su libro Las estructuras elementales de

parentesco, considera la prohibición del incesto la ley universal y mínima para

que una «cultura» se diferencie de la «naturaleza». En donde ciertas

estructuras simbólicas, que no se perciben conscientemente, pueden organizar

y dirigir el funcionamiento de una sociedad y el psiquismo de los individuos.

Acompañándole, en este sentido, los estudios y aportaciones de diferentes e

importantes autores de otros campos del saber afines, como el sociólogo

Marcel Mauss, el filósofo Althusser, etc.

El Complejo de Edipo se desarrolla con toda su intensidad en una fase teórica

a la que Freud denominó fálica. Etapa que sigue a la fase anal, segunda de las

fases de la evolución libidinal o de la organización psicosexual infantil, donde

entre los tres y los cinco años de edad habrá una primacía de los órganos

genitales tras haberse unificado en dicha zona corporal las pulsiones parciales

de las dos etapas anteriores: fase oral y anal. Sin embargo, ya vimos como

aquí, tanto el niño como la niña, aún no aceptan más que un único órgano

genital: el masculino, y donde la discriminación de las diferencias sexuales

anatómicas se sitúa en base a la dialéctica fálico o castrado. Ya que solo en la

pubertad se establecerá la oposición masculino-femenino.

La célula narcisista

Antes de la aparición del tercer, la relación que se establece es dual. Situación

en la que únicamente van a intervenir la madre y el niño. Sin embargo, aquí, a

efectos de contabilidad psíquica, las matemáticas son un tanto especiales

puesto que uno más uno no son igual a dos. Y no lo son porque «ese par

elementos» todavía no tienen una existencia lo suficientemente diferenciada

para que aparezcan claramente como unidades independientes.

En efecto: el niño, al principio, considera a la madre como una prolongación

suya. Percibir que su cuerpo es distinto del cuerpo de la madre, lleva su

tiempo. Darse cuenta de que la madre puede desear cualquier cosa además de

a él, también. No hay dos sin tres, como se expresa popularmente. Sin la

aparición de esa instancia tercera: el padre, no se puede leer que existan dos.

No obstante, ella, lo iremos viendo, desempeñará un rol esencial para que cada

cual ocupe correctamente su lugar.

A semejante tipo de situación, por el hecho de ser anterior a la terna del Edipo,

tal y como la hemos ido describiendo, la definimos como preedípica. Es decir,

que si la madre no puede desviar la mirada del niño, si la madre no desea otra

cosa que no sea su hijo, el infante quedará detenido en una ilusión de la que le

resultará muy difícil salir. La ilusión de una fusión madre-niño completa y

omnipotente. Situación particular en la que el niño está, literalmente, atrapado

en una existencia imaginaria. Pues bien, a tal grado de ensimismamiento, que

de seguir su propia inercia les impediría introducirse en el mundo, la

denominamos célula narcisista. Paradigma de una parejita «simbióticamente

perfecta»; tan acoplada, que bien podríamos compararla con esos estados

paroxísticos del más puro (duro) enamoramiento.

Jacques Lacan, redefinirá el concepto del Edipo freudiano subrayando, sobre

todo, la degradación sufrida por el papel del padre. Desvirtualización de su

imagen tanto en el seno de la familia como de la sociedad actual. Es así como

apoyándose en la teoría antropológica de Lévi Strauss, radicalizará el corte que

subyace a lo largo de toda la obra de Freud entre naturaleza y cultura. La

cultura es necesariamente «hom(m)osexual», dirá a este respecto Lacan con

su singular ingenio, refiriéndose a lo cultural como lo exclusivo natural del ser

humano, jugando con el doble sentido de las palabras en francés.

Reivindicación de la función paterna en la encrucijada edípica, rescatándola de

la indiferencia en la que se la había asumido.

Los tres tiempos del Edipo.

En el comienzo de la existencia del niño, por tanto, existe una situación de

indiferenciación semejante a una fusión con la madre: la célula narcisista. Allí,

la mirada ininterrumpida entre el niño y su madre impide que aparezca el

deseo, es decir, el mundo. Situación, esta, que también se reproduce en la vida

adulta, cuando, al caer en esos estados de enamoramiento, uno solo tiene ojos

para el otro, y, se supone, que viceversa. En dicha situación de tortolito/a, todo

lo demás está… de más.

Así de claro: en brazos de la madre uno es «inmortal». En esa estructura

narcisista el mundo está como detenido. En la omnipotencia de semejante

pensamiento al mundo se lo hace girar sobre su constelación familiar. Hace

tiempo, no obstante, que la ciencia descubrió que el mundo se movía y no

precisamente, alrededor del ombligo de nadie. El infantil sujeto, o el hipnotizado

de turno, sin embargo, en su fantasía, vuelven a reproducir la teoría Ptolemaica.

Otra forma de decirlo: si no hay intervención por parte del tercero, no hay dos; y

dos, ya lo comentamos, es uno: un mundo propio. Además, si no hay tres,

tampoco hay muerte. Porque la muerte es una condición de la vida. ¿O acaso

no son los seres sexuados los que tienen una existencia finita?

Semejante relación de dependencia por parte del niño, en estos primeros y

cruciales momentos de su vida, le hará introducirse en una dialéctica en la que

permanecerá sujetado al deseo de la madre. Es lo que Lacan considera el

primer momento del Edipo. Veámoslo con más detenimiento. En efecto, es

debido a esa inmadurez biológica con la que nace el ser humano, debido a esa

necesidad imperiosa, inmediata y continuada de que alguien le permita

«terminar de hacerse», por lo que la indefensa criaturita desarrollará unos

vínculos afectivos muy estrechos hacia el cuidador, hacia quien satisfaga sus

necesidades más elementales. Pero la cosa no queda ahí. Al igual que cuando,

hablando sobre las etapas del desarrollo psicosexual del niño, nos referíamos

al «chupeteo» como a ese momento donde se producía un plus de placer, un

más allá de la satisfacción experimentada después de saciar con la lactancia

su necesidad alimenticia, aquí, frente a la pregunta, ¿qué desea el sujeto?,

tampoco «se trata simplemente de la apetencia de los cuidados, del contacto,

ni siquiera de la presencia de la madre, sino de la apetición de su deseo.

Desde esta primera simbolización, en la que el deseo del niño se afirma, se

esbozan todas las complicaciones ulteriores de la simbolización, pues su deseo

es deseo del deseo de la madre» (1) . To be or not to be el objeto de deseo de la

madre: esa es la cuestión.

Resumiendo: en el primer momento del Edipo, el niño lo que busca es hacerse

deseo de deseo; deseo del deseo de la madre. Posición, esta, que adopta para

satisfacer lo que intuye que a ella le falta para ser completa.

A dicho objeto susceptible de satisfacer la falta en el Otro (la madre, frente a la

«invalidez» del niño se convierte en mayúscula, en omnipotente), es a lo que

denominamos falo. Entonces, la dialéctica por la que atraviesa el infantil sujeto

en esta etapa primeriza de su recorrido vital se reduce a: ser o no ser el falo. Y

es que no es lo mismo desear un objeto que desear el deseo de un sujeto. Por

lo tanto, en este estadio inicial, la relación, más que con la madre, la tiene el

niño con el deseo de la madre, convirtiéndose de esta manera el falo en el eje

de toda dialéctica subjetiva. Falo, pues, como el tercero de los vértices de un

triángulo imaginario, donde el padre aún no ha hecho su aparición. Situación a

la que denominamos preedípica, donde el niño, para agradar a la madre, queda

sujetado al deseo de ella: atrapado en la posición de súbdito.

En el segundo tiempo del Edipo, el padre se hace notar como interdictor, es

decir, se manifiesta como mediador en el discurso de la madre, haciéndola, por

así decirlo, vulnerable al prestigio que el niño le otorga. Intervención paterna en

calidad de privador. Privador para diseño de la relación ternaria madre-hijo-falo.

Privación que el niño y, también, la madre, sienten como una frustración que

viene en forma de prohibición. Prohibición doble dirigida, por una parte al niño

en forma de «no te acostarás con tu madre» y, por la otra, a la madre bajo el

imperativo de «no reintegrarás tu producto». Sentencia, esta última, que lo que

hace es proscribir taxativamente la forma primitiva del instinto maternal,

haciendo alusión al comportamiento de algunas especies animales, quienes

ingieren a sus crías después del parto. Esa madre simbólica o fálica, para que

las cosas sucedan como tienen que suceder, deberá «caer». Caer de ese

encumbramiento, para devenir real, o sea, de carne y hueso. Y a semejante

tropiezo, a ese batacazo, y solo a ese, le llamamos castración. Castración que

no es otra cosa que la castración materna. Es decir, desvanecimiento fálico. De

no ser así, se pondrán de manifiesto las identificaciones perversas, con los

corolarios clínicos correspondientes.

El tercer y último de estos tiempos de la travesía edípica es precisamente el de

la declinación del Complejo de Edipo. Quizás, la etapa más fecunda porque el

niño, por fin, es desalojado, por su bien, de aquella posición ideal en la que él y

su madre, siéndolo todo, podían satisfacerse. Aquí, el padre, si las cosas han

funcionado con eficiencia, investido con el atributo fálico, se ve en la obligación

de «demostrar» no que lo es, sino que lo tiene. O sea, que en esta empresa,

para ganar, primero, hay que perder. La dialéctica del tener será la que

conducirá el juego de las identificaciones «saludables» para uno y otro sexo,

donde, a modo de negociación, se deja definitivamente de lado la problemática

del ser y se acepta, una vez reconocido estar ambos desprovistos de la magia

del falo, iniciar una búsqueda para ir a su encuentro. Teniendo en cuenta, eso

sí, la diferencia de sexos, y el consiguiente destino asimétrico que marcará lo

anatómico: si bien el niño sale del Complejo de Edipo por la amenaza de

castración, la niña entra en el mismo por la evidencia de su «falta». Y ello, claro

está, en la medida en que el padre no se le presente al niño como un rival ante

la madre, sino, justamente, como aquel que posee «algo» que a ella le atrae.

Dicha salida del Edipo está marcada por la simbolización de la ley: ley de la

interdicción del incesto, cuyo valor estructurante reside en el hecho de que el

niño, por fin, comprende, juzga, «cuál de los dos tiene a fin de cuentas el

poder. No cualquier poder, sino muy precisamente, el poder del amor» (2) .

(1) (Las formaciones del Inconsciente / Seminario 5 / Jacques Lacan). (2) Id.

Sobre los papás

De la dialéctica del ser (ser o no ser el falo de la madre), del primer momento

del Edipo, se pasa a la dialéctica del tener (tener o no tener el falo), que

describíamos como el segundo de los tres tiempos edípicos. Y es que el niño,

únicamente, se interrogará (to be or not to be el objeto de deseo de la madre)

en la medida en que, como en el Hamlet shakesperiano, la duda esté fundada

en unos hechos innegables: el joven príncipe de Dinamarca frente a la tesitura

de vengar la muerte de su padre; el infantil sujeto, bajo la presencia del padre

que se hace notar, verdaderamente, como interdictor. Es decir, que si el padre

no se hace un hueco, si no interviene como mediador, como árbitro del

discurso materno, el cachorro no podrá reconocer que ella desea algo más allá

de él. Para lo cual, todo sea dicho, ella debe hacerse a un ladito: ella deberá

(por favor) recibir y, sobre todo, acoger la palabra del tercero (normalmente su

hombre) como un mensaje. Un mensaje que, como veíamos, enunciaba una

prohibición doble; de no ser así, todo se diluye en la inconsistencia. Algo que

Lacan expresaba de este modo: «El padre puede decir lo que le parezca, pero

a ella no le da ni frío ni calor» (Las formaciones del Inconsciente / Seminario 5 /

Jacques Lacan).

¿Cuáles deben ser los atributos de ese «padre ideal» capaz de producir el

corte? ¿Qué tiene que tener el modelo parental para que funcione como

privador de la madre en un plano imaginario? El asunto no pasa solo por decir

que es suficiente con no ser un «calzonazos»: un tipo que para dirigirse a su

hijo, necesita que los mensajes le lleguen a través de la madre. Un padre

severo, un padre demasiado interdictor, tampoco sirve. Como tampoco pueden

aquellos padres que «aman demasiado» a la madre.

En el primer caso, es sencillo: no está porque flojea; porque en ese

distanciamiento, la imagen que le trasmite a su vástago es la de una figura

débil y disminuida. En el segundo, hay interdicción pero fracasada: se ha

confundido la disciplina con el rigor. Y en el último de los supuestos, al padre

sigue sin vérsele «el plumero», porque como, al fin y al cabo, su amor depende

en exceso de la madre, el resultado es el mismo: el padre siempre permanece

como un personaje nada cercano.